viernes, 31 de marzo de 2017

MA

     Los detectives se miraron sorprendidos.
     - Yo creía que esto sólo pasaba en las películas y en las novelas de misterio -dijo el primero.
     El segundo asentía a las palabras de su compañero, mientras tomaba notas en su libreta.
     La verdad era que se trataba de un caso sumamente particular. La víctima había aparecido en su dormitorio, cerrado a cal y canto desde dentro, tanto la puerta como la ventana. No había rastros de sangre. Ni señales de violencia o de disputa. Todo estaba limpio y ordenado, todo normal, salvo el cadáver, tirado en el suelo, como un borrón en la copia perfecta de un escribano.
     El cuerpo se encontraba de costado, sobre su lado izquierdo. La mano derecha, libre, caía sobre la moqueta. En el suelo, junto al dedo índice, dos letras escritas en tinta, dos mayúsculas perfectamente reconocibles. La "M" y la "A". Ni un sólo rastro de tinta en la habitación, ni nada parecido a un tintero, salvo la utilizada, ya fuera por la víctima o por el asesino, para escribir las dos referidas grafías.
     - Esto tiene mala pinta, compañero -dijo el primer detective.
     El segundo continuaba asintiendo.
     - Me temo -continuó el primero- que nos vamos a pasar el fin de semana dando palos de ciego. O leyendo novelas policíacas, a ver si nos viene la inspiración.
     Ambos salieron cabizbajos. El primero, pensando si debía comenzar sus lecturas por Christie, por Doyle o por Leroux. El segundo, que no había abierto la boca, atormentándose a sí mismo con una hipótesis atrevida: la de que, en este caso, el asesino y la víctima eran la misma persona; que todo era un montaje, una farsa, un obra maestra de alguien que, al quitarse la vida, quiso hacerlo dejando como legado una obra de arte. O. al menos, un estimulante argumento de novela de crimen y misterio...