lunes, 24 de abril de 2017

Rastreo

     Comenzó a seguir las huellas de su ídolo cuando era un niño. Vestía como él, hablaba como él, actuaba como él. Estas inclinaciones se acentuaron con los años. Frecuentaba los mismos sitios que su ídolo, las mismas aficiones, las mismas marcas, los mismos productos.
     Tuvo el mismo coche, las mismas zapatillas. Se levantaba a la misma hora. Desayunaba de la misma forma. Ambos corrían unos minutos por el parque, ambos comían en el mismo restaurante vegetariano, ambos practicaban yoga, ambos cenaban ligero.
     La cosa empezó a complicarse cuando seguir las huellas de su ídolo se convirtió, literalmente, en pisar por donde él pisaba. El ídolo en concreto empezó a mosquearse cuando comenzó a ver a su fan a diario y, misteriosamente, cada vez más próximo a él.
     Como no podía ser de otra manera, el asunto terminó por estallar. Vale que compartieran supermercado, barman, peluquero y hasta jardinero. Llegaron a tener el mismo contrato publicitario, lo que no gustó nada al teórico ídolo, que cada vez se sentía menos ídolo y más estúpido.
     Cuando éste supo que compartían, además, la casa y el yate, y que su chica había decidido también tenerlo a ratos, montó en cólera.
     Ambos se enfrentaron de la misma manera. El ídolo decía cosas que su seguidor repetía, devolviéndoselas. Tras un duro rifirrafe en el que casi llegan a las manos, el ídolo se fue, despechado y decepcionado. Se retiró de los flashes y se perdió en una isla.
     Hasta que un día le llegaron noticias. Su seguidor había hecho como él. No faltaba más. Los dos habían desaparecido de la vida pública al mismo tiempo. De hecho, no tuvo más que mirar atrás. Allí estaba, en la orilla de aquella playa desierta, a su espalda, siguiendo sus huellas.