domingo, 11 de junio de 2017

Entre tinieblas

     Acudí a entrevistarlo en su lecho de muerte. Era todo un privilegio, pues Ángel Constantino no concedía entrevistas. No las había concedido durante décadas, desde aquellos lejanos días en que su novela Entre tinieblas había roto moldes y se había convertido en un memorable fenómeno literario.
     Desde entonces, Ángel Constantino había caído en el olvido. Pese a que Entre tinieblas había siguiendo reeditándose y se había convertido en una obra de culto, los tres sonados fracasos posteriores y la aspereza del autor lo habían convertido en un one-hit wonder cuyo nombre, absorbido por el de su novela, sólo era recordado por unos pocos que, por otro lado, tampoco lo tenían en muy alta estima.
     Me acerqué a los pies de su cama y observé lo que ya se adelantaba a su destino hasta parecer un cadáver viviente. Un respirador lo mantenía con vida y, de paso, adornaba la habitación con un lúgubre resoplido rítmico que invitaba a la inacción. Me costó empezar a hablar.
     - Señor Constantino...
     El escritor abrió los ojos y me dirigió una mirada de significado indiscernible.
     - Vengo a hacerle la entrevista que acordamos...
     Constantino pareció querer decir algo en el que se diría que iba a ser su último aliento. Empecé a pensar que no iba a terminar la entrevista. Quizá, ni a empezarla.
     - En la chaqueta del muerto... -susurró finalmente.
     Me acerqué al rostro del agonizante. No estaba seguro de haber oído lo que sabía que había oído.
     - ¿Perdon?
     - Ente tinieblas, en la chaqueta del muerto...
     No sabía que pensar. Había llegado a hacer una entrevista y me encontraba ante una especie de confesión, según todos los indicios. Me arriesgué.
     - ¿Entre tinieblas? ¿Su novela?
     - No mía... en la chaqueta de un muerto, En la oscuridad...
     - ¿En la oscuridad? ¿Cambió usted el título? ¿Encontró la novela en la chaqueta de un cadáver y le cambió el título? ¿Señor Constantino?
     No hubo respuesta. Ángel Constantino había fallecido. El respirador continuaba su monótono resoplar, más inútil que nunca.
     Llamé al cuidador y salí de la habitación sumido en la confusión. Acababa de asistir a una muerte, y a lo que creía una confesión. Me estremecí. Pensé en un joven Ángel Constantino, deseoso de ser escritor, encontrando que la novela de sus sueños la había escrito otro, otro que había muerto ante sus ojos como Ángel había muerto ante los míos. Lo imaginé debatiéndose, tomando el manuscrito, haciéndolo suyo, teniendo un éxito que sabía que no le correspondía y tratando de prolongarlo en vano con sus propias fracasadas creaciones.
     Lo imaginé frustrado, avergonzado, escondiéndose de un público que lo admiraba por algo que en realidad no había hecho y lo despreciaba por todo lo que había querido hacer.
     Lo imaginé deseando confesión para aliviar su conciencia, no ante Dios, ante la Literatura. Lo imaginé pensando en mí, pidiendo mi presencia. Seguí estremeciéndome todavía un rato.