lunes, 26 de junio de 2017

La carta

     Hacía ya muchos años que Timoteo no recibía cartas. Facturas sí, aunque cada vez menos. Y publicidad. Pero su buzón había dejado ya de ser ese centro de recepción de noticias y de transmisión de sentimientos que llegaban procedente de los lugares más recónditos y siempre, siempre, de los seres más queridos.
     Ahora era todo más fácil. Y menos bello.
     Por eso le sorprendió ver aquella carta que tímida asomaba bajo un montón de folletos publicitarios. Una carta como las de los viejos tiempos, pero nueva, blanca y reluciente como una promesa de grandes noticias.
     Timoteo la tomó entre sus manos. El matasellos era reciente, de hace tres días, y señalaba el envío epistolar desde una ciudad no demasiado lejana.
     Ya era de suponer que se trataba de algún amigo romántico que esperaba, tal vez, recibir respuesta, iniciar un intercambio de misivas, pero cuando Timoteo comprobó el nombre del remitente quedó sin aliento. Era de su amigo Indalecio.
     Habían tenido relación desde la infancia, se habían contado los mayores secretos, habían compartido todo tipo de experiencias.
     Un sudor frío recorrió entonces la espalda de Timoteo. Pensó en abrir la carta, luego en no abrirla, luego en abrirla de nuevo. Pensó en lo que Indalecio podría querer decirle, que a buen seguro sería importante, especialmente por un pequeño detalle:
     Indalecio, su gran amigo, había muerto hacía dos años. El mismo Timoteo había asistido a su funeral. El hecho desde que le hubiera escrito una carta tres días atrás no era, desde luego, un asunto banal. Era, de hecho, un asunto memorable.
     Timoteo entró en casa, se sentó en su sofá, se preparó para abrir el sobre. No importaba lo que Indalecio le contara desde el más allá. Él le respondería seguro.