miércoles, 5 de julio de 2017

La playa del fin del mundo

     Las aguas transparentes, pobladas de vida, danzaban en un vaivén adormecedor. Sobre su superficie se reflejaban rayos refulgentes de un sol lo suficientemente ávido para permitir el baño, lo suficientemente clemente para facilitar la contemplación.
     Estaban en la orilla, sentados, abrazados. Observaban el flujo y el reflujo, la belleza de las paredes de roca, la inmensidad de la mole de agua que se atisbaba inconmensurable allá, en el horizonte.
     Nadie más había sido capaz de llegar a la playa del fin del mundo. Nadie había tenido ni la paciencia, ni la determinación. Su completa soledad frente al espacio natural acrecentaba la experiencia estética.
     De repente, una inmensa masa de materia orgánica se levantó ante ellos. No tardaron en comprobar, para su sorpresa, que se trataba de una ballena. Una ballena enorme que saltó sobre las aguas y se depositó, sobre la arena, a escasos centímetros de donde ellos se situaban.
     No se dijeron nada.
     Tampoco lo hicieron cuando un calamar gigante alzó sus tentáculos sobre las olas, ni cuando una sirena bellísima comenzó a cantarles, ni cuando una decena de seres de apariencia humana y de tres metros de altura surgieron de las profundidades de las aguas y, caminando apaciblemente, en absoluto silencio, se dispusieron a su alrededor, mirándoles.
     La escena duró unos segundos, justo hasta que una carro tirado por hipocampos gigantes trajo a un señor de barba blanca y tridente en ristre que, con toda la calma del mundo, descendió de su transporte, se untó crema solar y de tumbó en la arena dispuesto a tomar el sol.
     No les importó. Ya no estaban solos, pero tampoco podían quebrantar el derecho de los demás a disfrutar de una playa. Tampoco les sorprendió. Al fin y al cabo, estaban en la playa del fin del mundo.