Comía repitiendo de memoria las partes más abstrusas y las palabras se sucedían en su mente y brotaban de sus labios en un prodigio de ordenada armonía. Se dormía repasando los que serían momentos culminantes de su gran creación, cima de la retórica, modelo de oratoria. Durante las noches volvía, en sueños, a recitar de memoria el texto completo, una y otra vez. Luego se despertaba, con las palabras en los labios, y volvía al espejo a practicar la kinésica.
Él y su discurso se habían convertido en uno solo. Sentía que su cuerpo se tornaba líquido, y que se filtraba entre las palabras que le llevarían a los altares; o que las palabras, tan livianas e intangibles, penetraban en su sangre, en su órganos, y se apoderaban de él.
Así, durante meses. Viviendo para su discurso, adorándolo como a un dios.
Cuando llegó el momento y se apostó ante de la multitud, cuando alzó el brazo y se disputo a iniciar la argumentación que había repetido hasta la saciedad, notó que había enmudecido, que se había quedado sin palabras.
De la sorpresa general se pasó al escarnio. El orador, tras unos segundos de bochorno y algún intento patético de emitir algún sonido, dejó el estrado y desapareció para siempre.