El joven, según contaban sus padres, había despertado una mañana en su habitación, se había asomado a la ventana y, acto seguido, la había cerrado a cal y canto y se había vuelto a dormir con la intención de no salir al exterior en lo que le quedara de vida. Allí, voluntariamente recluido en su dormitorio, el joven había pasado ya tres semanas.
Freud acudió, interesado por los comportamientos excéntricos de los hombres, e intentó hablar con el joven. Éste, sin embargo, se negaba, agitando insistentemente su cabeza de izquierda a derecha y perseverando en la idea de permanecer entre las cuatro paredes de su habitación y no abandonarlas bajo ningún concepto.
Tras varias semanas de sesiones, y tras abrir la ventana de la habitación para que algo de luz penetrara en ella después de una larga penumbra, Freud consiguió que el joven pronunciara unas palabras. Fue entonces cuando la anécdota del psicoanalista alemán adquiere una nueva dimensión, porque el joven gritó, no, no, el doctor preguntó qué hay afuera, y el joven articuló, con suma dificultad, dos palabras, el mundo.
Y cuenta Freud, y refiere Foucault, que en ese momento el luego renombrado estudioso del subconsciente tuvo una revelación, que lo comprendió todo, que empatizó con ese joven que había decidido no volver a ver el mundo, ni tan siquiera desde su ventana y que, de hecho, a punto estuvo él de volver a su despacho, cerrar puertas, sellar ventanas y quedarse allí, él también, recluido para siempre.