domingo, 19 de noviembre de 2017

Estaba escrito

     Estaba escrito.
     A esa conclusión llegó Bernardo después de haber intentado, durante toda su vida, sortear los designios del destino.
     Su método, aquel que estableció ya en su juventud, consistía en eludir siempre las decisiones de la vida que se le presentaban más asequibles, más diáfanas, en la creencia de que el destino, antes que retorcer las circunstancias como sucedía en las tragedias griegas, solía apostar por las opciones más verosímiles, en buena lógica.
     Algo parecido a la navaja de Ockham, pero aplicado a las pequeñas decisiones diarias que, insignificantes en apariencia, van conformando la vida de una persona.
     No le fue fácil. Durante años dio giros, renunció a posibilidades que se le mostraban hechas, sorprendió a propios y extraños con decisiones que jamás se hubieran esperado, buscó imposibles con una insistencia sobrehumana para, cuando los tenía al alcance de la mano, renunciar a ellos.
     Bernardo, de este modo, consiguió logros de los que ni él mismo se hubiera creído capaz para, ante la sorpresa de todos, abandonarlos sin explicación. Era su particular pulso al destino.
     Durante décadas avanzó en la vida sin saber adónde, sin plan prefijado ni objetivo alguno, salvo el de sorprender al destino.
     No fue sino a las puertas de la muerte cuando por su mente pasó la idea de que, tal vez, todo lo que había hecho, sus idas y venidas, sus persistencias y sus renuncias, sus logros y sus abandonos, habían sido ya cuidadosamente preparados antes de que él lo hubiera siquiera pensado.
     Aquel pensamiento le angustió. Trató entonces, en lo poco que le quedaba, de someterse a lo que se esperaba de él. Tal vez el destino no esperara aquel repentino cambio de comportamiento. O tal vez sí.
     Bernardo murió con la duda, aunque, en sus últimos días, cobraba fuerza la certeza de que, en efecto, su destino había sido escrito antes de cumplirse. Y la certeza también de que, aunque fuera imposible, él había intentado zafarse.