domingo, 10 de diciembre de 2017

Hagamos una cola

     Nos unimos a ella porque… a decir verdad, no sabría decir por qué nos unimos a ella. Estaba allí, pasamos a poca distancia, y nos situamos al final, sin preguntar por qué, sin pretender nada, sin razón alguna, más bien por una atracción que podríamos llamar "magnética".
     Era una cola enorme, de apariencia infinita, de personas que se situaban unas detrás de las otras y cuya vista se perdía en el horizonte, entre curvas, esquinas y manzanas.
     Quienes paseaban junto a ella y conseguían librarse de sus encantos miraban extrañados, cómo alguien podía hacer colas de tal tamaño, qué buscaban, qué tipo de premio o tesoro habría al final de ella, y estos pensamientos, aunque aquellos paseantes no quisieran admitirlo, convertían la cola en algo misterioso, seductor, en un creador de identidades, de pertenencia a un todo epopéyico y sublime. La cola se había transformado en un organismo vivo que conformaba mucho más que la suma de sus partes, de sus miembros, de sus órganos, de cada uno de los formantes que habían decidido unirse a ella.
     Nos añadimos a ella, pues, sin poder explicar por qué. Y ello nos hizo sentir bien. Horas después, cuando la cola aún perduraba, cuando habíamos avanzado apenas unos metros, cuando el final aún no se vislumbraba y cuando continuábamos sin conocer qué había al otro lado, las sensaciones ya no eran tan agradables.
     Entonces, entre disgustos, lipotimias, lamentos y mal humor generalizado, nos dimos cuenta de que abandonar la cola era imposible. Para nosotros, y para cualquiera.

     Habíamos esperado tanto en su interior que ahora, tras tanto esfuerzo, abandonar parecía una inaceptable pérdida de tiempo.