domingo, 2 de septiembre de 2018

Corre

     - Corre -le dijo su madre mientras le daba una sacudida-. Despierta, cariño, tenemos que irnos.
     Él se incorporó mientras se frotaba los ojos, aturdido tanto por el sueño interrumpido como por la actitud nerviosa de su madre.
     - ¿Qué pasa, mamá?
     La madre, en un principio, no contestó. Por toda respuesta corría de un lado para otro, recogiendo enseres, guardando cosas bajo llave y haciendo una maleta que, contrariamente a su costumbre, carecía de todo orden.
     - Mamá... -repitió con aprensión.
     La madre entonces se detuvo en la puerta de la habitación, mirándole directamente. El hijo percibió en ella un gesto de resignación, una rendición ante lo inevitable, un algo así como "él también merece saber, después de todo" que contribuía, de hecho, a su intranquilidad.
     - ¿Pasa algo? -volvió a preguntar con inocente insistencia.
     - Pasa el fin del mundo, hijo mío.
     Podía haberse tomado a broma la respuesta de su madre, pero no lo hizo; podía haber llorado, "mamá, no me asustes de buena mañana", pero tampoco fue esa su reacción; el hijo, en cambio, se acercó a la ventana y descorrió las cortinas.
     Entonces lo vio. Ya lo tenían encima. Supo rápidamente, a pesar de su corta edad, que correr no serviría de nada. Notó en ese momento la mano de su madre, que agarraba con fuerza la suya. Sin prisas, sin tirones. Sólo la energía que probaba su presencia allí, a su lado, en cuerpo y alma.
     Supo, también, que su madre había comprendido, al igual que él, que ya era demasiado tarde. Se quedaron allí, mirando por la ventana, abrazados, siendo testigos de cómo el mundo llegaba a su fin.