- Hágame caso, por favor -me decía. - Necesito que me crea. Estuve en la
Luna hace mucho tiempo, antes de todo aquel montaje de Armstrong y compañía,
antes de la carrera espacial.
Yo le miraba entre divertido y sorprendido. Alzaba las cejas con
incredulidad, cosa de la que él era perfectamente consciente. Mis dudas se
acrecentaban cuando comprobaba que su apariencia no era la de una persona mayor
de treinta años, un joven que había venido a mi despacho a decirme que había
estado en la Luna hacía más de cincuenta años.
- Y tengo pruebas -afirmaba. - Puedo ir a por ellas y estar de vuelta en
diez minutos. ¿Me esperará?
Yo no tenía nada mejor que hacer durante las siguientes dos horas. Así
que le seguí la corriente.
- Le esperaré -corroboré. - Pero no tarde…
Él pareció sorprenderse de mi asequibilidad.
- Lo intentaré -dijo mientras salía por la puerta. Parecía acelerado. En
el último momento se volvió hacia mí. - Si no puedo regresar… si no me dejan
volver con usted… -dijo entre titubeos- quiero que sepa que no le miento, y que
lo que allí hay es fascinante… fascinante y terrible…
Y se marchó, dejándome con la boca abierta y una miríada de
informaciones por asimilar. ¿Quién no le iba a dejar volver? ¿Qué era eso tan
fascinante y terrible que había en la Luna? ¿Qué pretendía que hiciera yo con
su revelación?
Por supuesto, no volvió. Ni en diez minutos, ni en aquellas dos horas,
ni al día siguiente, ni ningún otro día.
Todavía me pregunto si se burlaron de mí o allí había algo más. Y
todavía, en algunas noches, cuando miro al cielo, me parece ver, allí en la
superficie reluciente de nuestro satélite, esas cosas terribles que, me temo,
nunca llegaré a conocer del todo.