viernes, 4 de enero de 2019

Feliz año nuevo

     Sonaron los cuartos y él, con las uvas bien agrupadas en la palma de su mano, era un manojo de nervios. Uno nuevo año, la posibilidad de volver a empezar, de cambiar tantas cosas, de mejorar otras, de dar la espalda a los disgustos y sinsabores del año que se extingue.
     La primera campanada supuso una explosión de entusiasmo. Por su mente pasaron mil buenos propósitos que mejorarían su vida y las de aquellos que lo rodeaban. Año nuevo, vida nueva. Se metió en la boca la segunda uva, luego la tercera.
     Con la cuarta uva uniéndose a las otras tres se dio cuenta de que tenía ya que empezar a tragar. Por su mente cruzó un pensamiento que se le antojó revelador. Tal vez sería bueno ser realista, no querer cumplir tantos propósitos que, para qué mentir, eran irrealizables en su totalidad. Mejor poco, pero bien hecho. Los más importantes.
     La sexta uva casi le da un susto, pues tanta uva ya comenzaba a no caberle en la boca. Si seguía así se iba a atragantar. Claramente era mejor ser realista. Quizá un propósito, o dos como mucho, que fueran importantes y significativos. Sí, eso estaría bien.
     Cuando sonó la novena campanada se dio cuenta de que llevaba cinco sin respirar. Se preguntó cuánto podía aguantar un ser humano después de una cena copiosa, de varias copas de vino y con la boca llena a rebosar, sin que el aire entrara en sus pulmones. Un propósito, sí. Solo uno, pero de verdad. Uno que no le supusiera demasiado, en cualquier caso, que tampoco era necesario comprometerse más de la cuenta con asuntos estúpidos.
     La décima uva la sintió como una tortura, así que pueden imaginar qué supuso la undécima. Mejor era no hacer propósitos. Para qué. Si luego nadie los cumple. Los propósitos son absurdos, y la gente que los hace, también. Así que decidió dejar aparcada la vida nueva para mejor ocasión.
     La duodécima campanada vino seguida de una explosión de júbilo y alegría. Todos gritaban, todos excepto él, que se preguntaba cómo podían hacerlo, cómo podían todos tener sus bocas vacías y permitir que a través de ellas circulara el aire. Entonces lo tuvo claro. A la mierda los buenos propósitos de año nuevo. Los odiaba. Eran la más clara prueba de la estulticia humana. Él iba a seguir igual, sí señor, no pensaba cambiar ni un ápice, ni sus defectos, ni sus vicios. Es más, los iba a fomentar, para darle una buena lección a esas incautos que pretendían cambiar sus vidas de una noche para otra.
     Ya le ofrecían una copa de champán mientras él, que empezaba a enrojecer por la falta de aire, solo pensaba en masticar esa masa asquerosa que se le hacía bola en la boca y que parecía no querer pasar por el esófago. Hizo un esfuerzo supremo y tragó. El bolo alimenticio era de tal calibre que incluso sintió dolor.
     El primer mal trago del año, el primero de los muchos que iban a venir. El año tenía, al menos, una pinta tan mala como el anterior. Año nuevo, vida vieja.