domingo, 3 de marzo de 2019

La paradoja del mecenas

     El encargo era atractivo. Más aún, llevarlo a cabo era un auténtico privilegio que acercaría a quien lo llevara a cabo a las más altas páginas de la historia. El artista, por esa razón, caminaba henchido de orgullo.
     Por supuesto, no todo iba a ser tan fácil. Como buen encargo ambicioso y trascendente, aquél que había recibido el artista se encontraba plagado de dificultades. Dificultades técnicas, dificultades derivadas de las dimensiones del trabajo a realizar, dificultades en la organización del trabajo y en la adquisición de los materiales.
     El artista, siguiendo los estrictos dictados de su mecenas, comenzó a trabajar con determinación. Los plazos apremiaban, las expectativas eran enormes, todos miraban al artista: unos, para verlo triunfar; otros, soñando con su fracaso.
     La última palabra, no obstante, la tendría el mecenas. Por eso, tras semanas de reflexión, tras meses de bocetos y pruebas, tras años de labor artística, de sol a sol, sin dar tiempo a la mente para el descanso, después de una labor titánica que apenas había tenido punto de comparación en la historia de las artes y los logros humanos, el hecho de que todos los que contemplaron el resultado se quedaran con la boca abierta, el de que hubiera quien lloró como un niño ante la contemplación de tanta belleza, todos los halagos sin parangón y las felicitaciones más sinceras no significaban nada. Era necesaria la aprobación del mecenas.
     Cuando éste llegó, se acercó a la obra de arte y la contempló, sus ojos se abrieron de par en par, se rascó la nuca, frunció el ceño y le dijo al artista:
     - ¡Mal, mal, mal! ¡Esto no es! ¡Esto no vale! ¡Destrúyelo todo y empieza de nuevo desde el principio!
     El artista se quedó mudo, absorto y sin ideas. Supo enseguida que no podría hacer nada mejor, que nadie podría hacer nada mejor. El objetivo, en adelante, era crear una obra que, aun siendo de menor calidad, fuera más del gusto del todopoderoso mecenas.