Uno ve las cuevas desde fuera y le resultan atractivas. Aparecen como enormes bocas que la tierra abre para tragarse a quien pase por allí, cierto, pero también para permitir observar sus profundidades.
Entrar en una cueva supone mirar al interior de la tierra, al interior del planeta, al interior de nuestra especie y, en última instancia, al interior de nosotros mismos. Por eso no siempre es aconsejable, por eso no siempre están limpias, por eso en los fondos oscuros se ocultan cosas cuya existencia preferimos no conocer y por eso, en definitiva, entrar en ella supone una aventura.
Luego sucede que en esas mismas cuevas habitaron seres durante miles de años, generaciones y generaciones que dejaron impregnadas las huellas de sus pasos, que sobrevivieron para que uno ahora pueda rastrear en su pasado.
Y parecerá increíble, pero a pesar de las incomodidades de esas profundas galerías, de los peligros que albergan y del miedo a lo desconocido, a uno le queda la impresión de que quizá todo sería mejor si no hubiéramos salido de la cueva, y apetecería, si fuera posible, regresar a ella, para vivir ajeno y morir en paz.