sábado, 10 de agosto de 2019

Bienvenidos al infierno

     Eran unas puertas grandes, enormes, como las de un palacio, o un castillo. Estaban siempre abiertas, y de su interior salían llamaradas de un tamaño y un poder superior a cualquiera concebible por el ser humano. Ante ellas se apiñaban las almas de los condenados, que avanzaban a regañadientes, a duras penas, entre lamentos, resignación y dolor, de una parte, y latigazos inclementes de unos seres monstruosos, enrojecidos y demoniformes, de otra.
     La verdad es que no supe muy bien por qué me encontraba allí, pero lo asumí con más integridad de la que yo mismo hubiera esperado, consciente de que alguna razón habría, y de que alguien con un criterio muy superior al mío habría decidido tenerla en cuenta.
     Hacía calor, recuerdo las chicharras atronando mis oídos.
     Los servidores del lugar, contrariamente a lo que se espera de un asalariado con las condiciones de trabajo que a ellos se les supone, parecían divertirse y disfrutar con la labor que ejercían. Repartían latigazos a diestro y siniestro, la mayoría de las veces sin razón, y reían por ello a carcajadas.
     En un momento dado, tropecé y caí al suelo de bruces. Noté varios pisotones y oí el chasquido de un látigo. Cerré los ojos y me preparé para que el horrible instrumento de tortura me lacerara la espalda, pero cuando los abrí me encontré en La Canea, despertando de una agradable siesta. Me serví un vaso de "retsina" y miré por la ventana. La chicharras, eso sí, retumbaban como si se encontraran a las puertas del infierno.