La playa era preciosa, sin duda. Agua claras, tranquilas, de un intenso color turquesa. Arenas finas de tintes rosados. Un paraje natural incomparable.
Yo me incorporé y, bajo el sol de verano y azotado por la brisa marina, eché un vistazo alrededor. Pensé que había demasiada gente. Yo el primero, que acababa de despertar de una siesta improvisada. A mi derecha, una mujer se fotografiaba mirando al cielo, con las aguas de fondo. Dentro de éstas, con el agua por la cintura, tres parejas fingían un momento mágico en soledad con sus respectivos dispositivos, cada una pretendiendo ser la pareja perfecta en la foto perfecta, cada una intentando permanecer ajena a la presencia a su alrededor de las otras. Unos metros más allá, una chica era fotografiada hasta la extenuación por un chico en las más diversas e inverosímiles posturas. Junto a mí, una mujer se grababa en vídeo mientras sonreía y lanzaba besos a la cámara.
Tras un rato de semejante guisa, comprendí que en realidad no había demasiada gente en la playa. Que, de hecho, no había nadie, tan solo cuerpos cuyas mentes estaban ausentes, en otros sitios, en otros menesteres.
Sonreí para mis adentros y me fui a casa. Allí dejé la playa, llena de gente, solitaria... como el mundo últimamente.