Cuando lo vi frente a mí lo supe de inmediato. O era él, o era yo. No intercambiamos una palabra, ni siquiera un gesto; sin embargo, nuestra posición, y la de aquellos que nos rodeaban, no dejaban otra opción. Él, por supuesto, lo supo también, en el mismo instante que yo. Comenzaría entonces una lucha feroz por una victoria que supondría el liderazgo y, al fin y al cabo, la supervivencia.
No se trataba de un rival fácil. Sus defensas eran sólidas, y sus ataques despiadados. La igualdad era tan acentuada que la lucha prometía ser larga, duradera y devastadora, tanto como solo lo son los enfrentamientos determinados por naturaleza.
Así que ambos nos preparamos para el que, con toda probabilidad, fuera el reto de nuestras vidas. Sin armas, sin gritos, sin salidas de tono que alteraran nuestro entorno. Una batalla silenciosa, entre susurros y con total discreción, pero que en nuestro interior se vivía a berridos, a mordiscos, a cuchilladas en el costado y puñaladas traperas, como si no hubiera un mañana, como si solo pudiera quedar uno.
Y es que hay veces en que las reglas sociales y la caballerosidad asumen un combate a muerte, y lo justifican. Veces en que cualquier otra opción, por más civilizada que parezca, suena inconcebible.