viernes, 10 de enero de 2020

La mirada de Dios

     Antes de dar las últimas pinceladas, el pintor dio un par de pasos atrás y contempló su obra. Ante él, y sobre el lienzo, se extendía un bosque profundo e impenetrable, una densa maleza en la que la luz reflejaba tonalidades ocres, una explosión de color otoñal que invitaba a la reflexión y la melancolía.
     Era justo lo que deseaba. Una imagen a la que trasladar el estado de meditativa paz que él mismo trataba de alcanzar a través de la creación artística, una simbiosis que elevara al pintor, al futuro espectador, y al arte mismo.
     Algo le inquietó, no obstante. Allá, al fondo, entre unos matorrales representados con pinceladas dóciles, de un suave esquematismo, parecía adivinarse una presencia, una mirada, un par de ojos que se dirigían directamente al pintor.
     Eso no estaba en el plan inicial. Se trataba de una pintura de paisaje. El hecho de que alguien lo contemplara desde el otro lado, sin haber recibido permiso para ello, le pareció al pintor una intromisión insultante que lo alejaba de la paz que pretendía alcanzar y transmitir.
     Lo más gracioso es que él no había pintado esos ojos. Supuso que se trataba de un engaño de la percepción, de una pareidolia inofensiva, pero la mera hipótesis había ya contribuido de forma decisiva a desmontar la intención del artista.
     Ahora, ¿qué podía hacer? Romper el lienzo y arrojarlo a la basura le pareció excesivo. Pintar otro personaje convertiría un paisaje sublime en una escena costumbrista.
     El pintor miró fijamente a los ojos que le miraban desde el otro lado de los matorrales, haciéndoles saber que conocía su existencia, que los retaba a salir y mostrarse.
     De repente, el pintor dio un salto hacía atrás que casi le hace caer de espaldas. Los ojos se habían convertido en una cara, una cara entera que salía de su escondite y le sonreía con sorna. Es más, aquellos ojos, aquella cara, eran los ojos y la cara del propio pintor.