miércoles, 1 de abril de 2020

Hagamos un trato

     Mira que me lo habían advertido desde pequeño: "si a los pies de tu cama, de madrugada, aparece un señor muy alto, vestido de negro y con sombrero, no le hables; si, aun así, él te habla a ti y te propone un trato, no lo aceptes".
     Más claro no me lo podían haber dicho. Pues nada. Me despierto la noche pasada y, observándome desde los pies de mi cama, aparece una figura que responde perfectamente a la descripción del ser que me venían dando desde mi infancia. Ese ser parece evaluarme, valorando no sé qué cualidades de mi que, supongo, pudieran interesarle.
     Yo callo. Él, entonces, se decide a hablarme y me ofrece un trato.
     Lo más sorprendente es que no es un trato concreto. Sus palabras no comienzan con una oferta irrechazable. No dice: "¿Quieres la inmortalidad?", ni "¿Quieres riquezas ilimitadas?". No. Su inicio es mucho más modesto, mucho más humilde, diría yo. Simplemente, se ofrece a hacer un trato, como si solo mi asentimiento pudiera darle permiso para poner los término sobre la mesa.
     Yo lo miro. Él no aparta de mí la mirada, mientras espera la respuesta.
     Entonces me sorprendo a mí mismo tirando a la basura los consejos que me habían dado durante toda la vida. Me oigo a mí mismo, como si hablara una tercera persona, respondiendo a aquel ser: "Venga, hagamos un trato".
     Me gustaría decir que me arrepiento al segundo de haber aceptado, pero no es así. Permanezco atento, expectante, interesado en aquel ser que, si me había elegido entre tanta gente que habría durmiendo a esas horas, sería porque algo había visto en mí.