Así es la ciencia. Si un suceso ha sido predicho sobre la base de un buen puñado de experiencias anteriores, y si estas experiencias tienen una explicación científica, ¿quién va a dudar de una proyección en el tiempo realizada sobre esas mismas bases?
Sin embargo, para sorpresa de todos los que habitaban el mundo, el Sol de detuvo. Y ahí quedó, a medio esconderse, dividido por un horizonte que solo permitía contemplar una semicircunferencia luminosa.
Todo, entonces, fueron especulaciones. Era imposible que todo el planeta Tierra hubiera quedado en un atardecer perpetuo. La lógica decía que, si el Sol se encontraba en un crepúsculo eterno en un lugar, era porque en otros lugares había un día eterno, y en otros, por supuesto, una noche eterna. De hecho, no podía ser el Sol quien se había detenido, pues el Sol no se traslada por el espacio en su sistema, estrella brillante y gigante gaseoso como es Él. Había de ser la Tierra la que se hubiera detenido.
No fueron necesarios demasiados minutos para que la sorpresa se tornara en histeria. Los minutos necesarios, de hecho, para que las comunicaciones confirmaran que lo imposible se había producido: todos los lugares de la Tierra se encontraban, en aquellos mismos instantes, contemplando un atardecer que no acababa nunca.
Los noticiarios no daban crédito, las rotativas echaban humo, no se hablaba de otra cosa en comunicaciones transoceánicas con palabras llenas de estupefacción e incredulidad. Unos se tiraban de los pelos, otros se habían quedado con la boca abierta; había quienes anunciaban el fin del mundo, y quienes aclamaban el principio de una nueva era. Todos querían saber, nadie sabía nada.
Y en alguna cúspide montañosa, en algún lugar de los cielos olvidados por los hombres, Apolo reía tomando unos tragos de ambrosía y celebrando con sus compañeros la genial y divertida broma que gastaba a esos pretenciosos humanos, de esas bromas que cada decena de millar de años, aproximadamente, volcaba los principios de la humanidad y provocaba la hilaridad entre los inmortales. Solo sería un ratito, el tiempo de acabar la ambrosía, aunque los humanos lo sintieran como varias semanas. En un momento apuraba el cáliz, volvía al carro del Sol, que lo tenía ahí en medio, aparcado en doble fila, y volvía otra vez a activar el truco ese que hacía a los engañados humanos creer que es la Tierra la que se mueve.