El profeta se levantó inspirado. La divinidad le había hablado durante la noche y había insuflado en su cuerpo la energía y en su mente un buen puñado de ideas inspiradas, de verdades absolutas que nadie antes había promulgado.
Nunca se había sentido tan especial, tan enorme, tan elegido. Sintió que aquel día iba a ser el principio de algo grande. Se levantó, se vistió y se aseó con pausa y detalle. La paciencia era importante. No es necesario correr cuando se es consciente de que se ha de transmitir un mensaje perdurable.
Solo le faltaba una cosa: la recepción. Necesitaba, en definitiva, alguien que lo escuchara. Con esa idea salió a la calle, convencido de que sus seguidores aumentarían de forma exponencial tan pronto como abriera la boca.
Regresó a casa por la noche. Todo un día predicando. No en el desierto, no a una pared, pero si a un mar de gente tan yerma como el desierto y tan plana como una pared. O peor: un mar de gente que se burlaba de él y del mensaje más importante e influyente de la historia de la humanidad.
Se tumbó en la cama. Intentó quedarse dormido y volver a contactar con la divinidad. Estaría bien que la divinidad le dijera que se quedara con el mensaje para él solo, que se ocultara en una cueva y que no saliera en cuarenta días, que el mundo iba a ser destruido y que, cuando él volviera a la luz, encontraría un planeta arrasado.