martes, 2 de enero de 2024

El campo de batalla

    Lo reconoció cuando levantó la vista de la espada que le oprimía el pecho. El portador de aquel arma iba vestido como uno de aquellos bárbaros, así que no tuvo dudas de que sus días estaban contados, de que le había llegado la hora.

    Habían sido décadas dejándose la piel en el campo de batalla, por su pueblo, por la gloria, por sus dioses. Luchando contra los bárbaros y el fin de la civilización. Pero también por venganza, por su familia, por su mujer y sus hijos, asesinada ella, desaparecidos ellos, todos víctimas del más cruel de los destinos.

    Observó el rostro de aquel que iba a convertirse en su asesino. Al principio le costó reconocerlo. Había crecido. Sus hombros eran más robustos; su aspecto, más feroz; sus ojos, inyectados en sangre, le otorgaban un aspecto inconfundible de bárbaro, perfectamente asimilado a sus compañeros en aquella manada de animales.

    - Hijo -susurró, mientras la punta de la espada luchaba por rasgarle la piel y clavársele en el corazón. - Eres tú, ¿verdad? Apenas te reconozco. Te creía muerto...

    Y entonces vio que el reconocimiento era mutuo, que su hijo veía en él al padre de cuyos brazos se lo habían llevado.

    Esperaba una palabra, un gesto de asentimiento. "¿Padre, eres tú de verás?". O algo así. Lo que sintió, en cambio, fue la hoja de la espada atravesándole el cuerpo, el frío acero quitándole la vida. No tan frío, en cambio, como la mirada de su hijo, de su rival en el campo de batalla, de su asesino. Incluso llegó a detectar, antes de que se le apagara la luz, una sonrisa en aquellos mismos labios que, de infante, tanto le habían besado.