Se lo habían dicho en el pueblo. "No te acerques a las cuevas. Y mucho menos, de noche. Allí suelen pasar cosas. Cosas que no acaban bien".
Él había asentido. "Por supuesto, por supuesto".
Y allí estaba, sin embargo. Dentro de la cueva. Porque el deseo de traspasar la línea de lo prohibido es siempre más intenso que la propia advertencia.
Había entrado a mediodía, pensando ingenuamente que a esa hora no podía pasarle nada, que los del pueblo exageraban y que estaría de vuelta antes de la hora de cenar. Pero la cueva era oscura, son vericuetos intrincados como laberintos y sus ganas de explorar enormes y temerarias, así que había terminado por perderse.
Afuera había ya caído la noche, como pudo comprobar al apuntar a su reloj con la linterna. De todos modos, llevaba ya varias horas sumido en la oscuridad más absoluta. Se sentó y abrió su pequeña bolsa de supervivencia. Todavía le quedaban víveres, y agua. El principal problema estribaba en encontrar la manera de salir de allí.
Se sentó y afinó el oído. Había creído escuchar un grito, un bramido. Pero lejos, muy lejos, tal vez en el exterior. Comenzó a comer, pero al segundo bocado se sintió observado. Creyó oír respiraciones que retumbaban en las paredes de la cueva y se amplificaban con el eco. Se puso alerta y encendió la linterna. Apuntara donde la apuntase, no veía nada.
Decidió echar una cabezada, pero un nuevo ruido lo despertó. Con los ojos acostumbrados a la oscuridad, pudo ver en ella cómo un montón de puntos rojos de desplazaban de un lado a otro y parecían acercársele.
Buscó entonces la linterna, pero no llegó a encenderla. Algo le había apresado las manos, agarrándolo por la muñecas. Intentó gritar, aun sabiendo que sería inútil, y algo le tapó la boca con fuerza. Cuando quiso ponerse en pie, se sintió alzado en volandas por fuerzas desconocidas.
Se lo llevaban a algún sitio. Impotente, solo podía recordar las palabras de los del pueblo: "cosas que no acaban bien".