viernes, 12 de julio de 2024

El pintor letrado

     En pleno siglo XVI, bajo la visión renacentista del mundo, Lodovico Dolce sostenía que el pintor, en cuanto creador de representaciones fieles de la realidad, debía aspirar a la mayor erudición posible, ser un conocedor de la realidad, de su entorno, de la historia, de los detalles, el contexto y las entretelas de aquello que pretendía reflejar en el lienzo.

    Si era una naturaleza muerta, conocimientos de botánica y zoología; si era el cuerpo humano, de anatomía y proporción; si una escena bíblica o mitológica, de arquitectura, geografía, antropología e historia.

    Bajo esta idea se aplaudió la labor intelectual de autores como Leonardo, Tiziano o, más adelante, Rubens y Poussin.

    Lo que Dolce no esperaba, probablemente, era que su teoría empujara al estudio a pintores que, por mor de la obtención del conocimiento, se olvidaron de pintar. Autores que pasaron su vida adquiriendo los conocimientos necesarios para ser dignos de pintar su primer cuadro.

    Estos autores, potenciales pintores sin obras realizadas, fueron, por lo general, olvidados por la historia. Su memoria se perdió en los mismos anaqueles en los que descansaban los egregios volúmenes que estudiaron con devoción y que les valió para justificar una vida, la del erudito, y perder otra, la de lo que pudo ser, la vida del pintor.