lunes, 8 de julio de 2024

El silencio es un desierto

    Todo el mundo guardaba silencio, expectante, a la espera de sus palabras. El ponente tenía la clave. Sus teorías eran revolucionarias, y cada conferencia era como una luz que iluminaba el camino de quienes por él se dejaban guiar.
    Salió al escenario, se acercó al micrófono, lo cogió con una mano y con la otra, decidido, señaló al público.
    Entonces dijo algo.
    Algo que nadie oyó.
    La inquietud comenzó a extenderse entre el auditorio como un reguero de pólvora. ¿Por qué no habían oído nada? ¿Y si las palabras que el ponente acababa de pronunciar eran las palabras definitivas, la verdad absoluta, justo lo que llevaban toda la vida necesitando oír?
    El ponente siguió hablando.
    Y todos siguieron sin oírle.
    Entre el público se vieron las primeras consecuencias negativas de la situación. Algunos ataques de ansiedad, gritos, algunos desmayos y desvanecimientos, amagos de infarto, agresividad creciente.
    Pronto la violencia se apoderó de la sala. Unos culpaban a otros por no oír nada; estos habían culpado a otros tantos; y así sucesivamente. Nadie estaba libre de culpa.
    Mientras tanto, el ponente seguía desarrollando su argumentación, infalible pero inaudible.
    Cuando alguien se dio cuenta de que el ponente había perdido la voz, de que estaba mudo y solo había movido los labios sin pronunciar palabra, era ya demasiado tarde, y todo el patio de butacas estaba lleno de víctimas mortales.