jueves, 4 de julio de 2024

La carta encontrada

     La semana pasada, buscando un lápiz en los cajones de mi escritorio, topé con una carta. No la recordaba, no la estaba buscando, de modo que puedo decir que, más que una carta perdida, era una carta encontrada.

    La tomé con cuidado, como si temiera que el papel se fuera a deshacer con tocarlo. Parecía datar de décadas atrás, y estaba aún cerrada. El hecho de que su contenido hubiera permanecido tanto tiempo oculto provocó que un escalofrío me recorriera la espalda.

    ¿Qué hacía aquella carta en mi escritorio? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Qué debía hacer?

    Comprobé que, como me temía, la carta no iba dirigida a mí. El destinatario me era desconocido. También el remitente, lo que aumentaba mi extrañeza ante su presencia en mi cajón.

    Contuve un primer impulso que me invitaba a abrir la carta sin dilación. No. No era correcto. Siempre he considerado de mala educación abrir el correo ajeno. Así que la sostuve entre mis manos, la observé con renovada curiosidad y, finalmente, la deposité en el mismo lugar en el que la había encontrado.

    Pensé que me olvidaría de ella, que volvería a aparecer dentro de unos años y que volvería a sorprenderme, pero su recuerdo y el misterio de su origen y contenido me persiguió desde entonces, en mi día a día, en mis noches. No conseguía pensar en otra cosa.

    Así que esta mañana, nada más despertar, he corrido a mi estudio y he abierto el cajón para, de una vez por todas, abrir la carta.

    Pero allí no estaba. No había ni rastro de ella.

    Ahora sí que había sido buscada, y no hallada. Ahora sí que era una carta perdida.