- ¿Quieres decir, entonces, que Dios ha dejado de hablar, o que la humanidad ha dejado de escuchar?
Era una voz grave, que retumbaba como un trueno y que parecía venir de todas partes y de ninguna, de los cielos, en general. Un sonido que se desplazaba como viento de una tormenta y que solo en la mente se transcribía en forma de lenguaje humano.
- No lo sé.
- ¿Y qué soy yo, entonces? -dijo de nuevo la voz de trueno. - Me estás oyendo, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Existo o soy fruto de tu imaginación?
- No lo sé. Te oigo, pero no te veo.
- Tampoco ves al viento.
- Pero siento sus efectos.
- ¿Y no sientes los míos? Mira a tu alrededor.
A su alrededor no había nada. Bueno, estaba el paisaje, el horizonte, el cielo, las montañas y los valles. Al fondo, el mar.
- Soy Dios, y tú tienes el don de la profecía. Te he elegido. ¿Me crees?
- No lo sé -dijo, aunque la respuesta, en cuanto fue emitida, le pareció absurda. Pensó si era un privilegiado por haber sido elegido, un loco por oír voces sin procedencia determinada, o un desgraciado por las burlas que iba a recibir cuando contara lo que le estaba pasando.
Se preguntó si los profetas habían muerto, realmente, o si se habían escondido para no pasar vergüenza...