Levantó la vista del papel y le echó un furtivo vistazo al cronómetro que coronaba la sala, el que indicaba la cuenta atrás, el final del tiempo. Cuando vio que quedaban tres minutos y doce segundos, y como una reacción natural de su cuerpo ante la información, un leve temblor le sacudió la espalda y perlas de sudor comenzaron a brotarle en las sienes, la espalda y el pecho.
Quedaban solo tres minutos, maldita sea. No iba a tener tiempo para nada.
Recordó aquellos momentos, ya lejanos, en los que se había dado el escopetazo de salida. La cuenta atrás estaba situada en noventa minutos, lo que parecía un mundo inabarcable. Eran buenos tiempos aquellos.
Ahora, cuando ya no quedaban más que dos minutos y treinta y cinco segundos, todo aquel tiempo parecía desperdiciado. Se mordió los nudillos, se comió las uñas, se arrancó pelos de las cejas y se mesó con fuerza los cabellos. Pero el tiempo seguía reduciéndose, imparable.
El último minuto le cayó encima como una losa. Lo contempló abatido, con ganas de llorar. Más le valía aprovechar los segundos que le quedaban no en intentar arreglar una situación que se antojaba irremediable, sino en asumir dignamente el fracaso.
Los últimos veinte segundos lo contemplaron sonriendo, en un gesto detenido en una mueca grotesca. El pitido final, en lugar de sonar como una liberación, sonó como una condena. Era, en efecto, el fin. Su fin.