Pensó que era bonito que voces interiores despertaran para ayudarlo en momentos de flaqueza. El único problema era que él no tenía necesidad alguna de levantarse.
Se encontraba de pie, caminando por la calle, fuerte como un roble y dispuesto a comerse el mundo, o a tomarse un café, que era lo que literalmente iba a hacer. Feliz y contento, oliendo ya, en la distancia, el suave aroma de la bebida.
"Levanta", volvió a oír, y la repetición le pareció irritante, además de innecesaria. "No tengo por qué levantarme", le susurró a su voz interior. "Levanta", volvió a oír.
Esta tercera vez termino por enfadarlo. Se paró en seco, se sentó en un banco y se quedó allí, quieto, durante un buen rato. Mascullaba para sí, pero estaba desobedeciendo a su voz interior. La furia de la justa rebeldía ante una orden injusta.
Luego pasó un rato, y luego otro. Llegó un punto en el que le apetecía ese café, pero no quería levantarse a por él para no darle la razón a la idiota de voz interior que tenía.
Mejor sería esperar a que la voz dijera algo así como: "Siéntate". Entonces, se levantaría.