Se vio transportado a un cielo más allá de la atmósfera terrestre. Saltó de la esfera de la Luna a la de Mercurio, de esta a la de Venus y de esta a la del Sol con tal facilidad, que se asustó. Nunca se había imaginado que el universo fuera tan pequeño, tan manejable.
Para saltar de la esfera del Sol a la de Júpiter tuvo que hacer un esfuerzo algo mayor. Las distancias comenzaban a aumentar, pero nada había que no pudiera solventar con perseverancia y voluntad.
Pasó un rato saltando de esfera en esfera como quien salta por las teclas de un piano, atrás y adelante, empujado por éter. Oyó su música, que resonó en sus oídos con cantos celestiales.
Finalmente, decidió refugiarse en la última esfera, la de las estrellas fijas. Recorrió el Zodíaco, y se sentó en la pinza de Escorpio para contemplar con calma el universo. Pensó que así, como se sentía él, debió sentirse Dios cuando, mientras descansaba, le echó un vistazo a su creación.
Solo entonces se sintió alma verdadera, solo entonces olvidó su cuerpo y solo entonces comprendió que tenía toda una eternidad para jugar con los astros.