He encontrado, por casualidad, un manuscrito del siglo IV.
Estaba en el parque, dando de comer a los patos, y he visto a un perro escarbando en uno de los arriates. He pensado que estaría enterrando un hueso, o que había encontrado un pájaro muerto, pero me sorprendió ver un extremo similar a un cordel y un trozo de papel.
Mi curiosidad natural por la palabra escrita me ha empujado hacia el lugar, por encima, incluso, de los gruñidos del perro, quien, seguramente, era también un gran amante de la cultura clásica y de la transmisión de conocimientos.
Ahuyentado el simpático cánido, he recogido con mis manos el manuscrito y comprobado, con ojos como platos, su antigüedad y contenido.
Rápidamente lo he llevado a casa y, con mi rudimentario latín, he comenzado a descifrar su contenido. Firmado por un tal Democio, para mí desconocido, parece tratarse de un documento apocalíptico que, prediciendo el fin del Imperio romano, avanza hasta anunciar el fin del mundo a partir de una catástrofe colosal que se producirá en un día determinado.
He ajustado las fechas. La catástrofe se producirá este sábado. Tras recuperarme del temblor que recorrió mi cuerpo, he comenzado a hacerme preguntas. La primera: "¿por qué el fin del mundo tiene que caer en sábado, cuando todos sabemos que sería mejor un lunes?". Segunda: "¿por qué yo? ¿acaso he sido elegido por algún cruel giro del destino?". Tercera: "¿qué hago, pues, el sábado? ¿reservo restaurante para salir a cenar o me quedo en casa viendo la tele?".