- Abre el cofre.
- No, no lo abras.
- ¡Que abras el cofre!
- Ni si te ocurra.
Estaba solo, pero las vocecitas sonaban desde dentro de su cabeza, como los típicos ángel y demonio que, uno sobre cada hombro, se dedican a confundir a su víctima con informaciones contradictorias. El problema era que no sabía qué era lo que decía el ángel, y qué el demonio.
Porque ahí delante tenía el cofre, lo había encontrado, ahora era suyo y de nadie más, nadie lo pretendía, nadie lo reclamaba.
Algo, no sabía si maligno o benigno, le decía que, si lo había encontrado y era suyo, lo lógico era abrirlo; al mismo tiempo, algo, no sabía si benigno o maligno, le decía que no metiera las manos en lo que no conocía.
Suspiró hondo, finalmente, y abrió el cofre.
Y entonces se desataron todos los infiernos. Durante un buen rato pudo oír, en su cabeza, las risas del demonio, feliz por su triunfo.