Alguien había entrado en mi casa. Un intruso. Lo oí removiendo en la cocina, caminando por el pasillo. Yo me encontraba en el salón y, de forma instintiva, salí disparado, escaleras arriba, hacia el dormitorio. Entré allí y me metí en el armario.
Creo que no me vio subir, así que el intruso, probablemente, piensa que no hay nadie en casa. Pude oír sus pasos subiendo los escalones, entrando en la habitación, caminando a escasos centímetros de mí. Afortunadamente, no abrió la puerta del armario.
Ahora ha pasado un buen rato y yo sigo aquí encerrado. Comienzo a estar cansado, el sueño empieza a vencerme. ¿Cómo puede alguien quedarse dormido mientras se esconde de un intruso? Pues a mí me está pasando.
Ni siquiera sé si ya se ha marchado. La opción de que esté en la cama, sentado, esperando a que abra para sonreírme y acabar conmigo, es aterradora. Tal vez debí enfrentarme con él desde el principio, desde que supe que estaba en la cocina.
Pero en aquel momento pensé, sin tiempo para pensar, que esconderse era la mejor forma de salvar la vida.
Ahora no sé qué hacer. Necesito dormir, necesito comer, tengo que hacer mis necesidades y el armario, por más que lo intente, no es un lugar cómodo para vivir.