Se fue a dormir tranquilo porque tenía planificado el día siguiente a la perfección. Se despertaría temprano, prepararía la presentación, saldría a correr un poco, desayunaría ligero, cogería el autobús para ir al trabajo. Hasta tenía previsto qué iba a hacer en el descanso para comer.
Luego terminar el trabajo, el regreso a casa, cena ligera y algo de televisión, unos minutos de lectura y a la cama. Un día perfecto.
La realidad, no obstante, fue otra. El despertador no sonó y no tuvo tiempo de preparar la presentación, estaba lloviendo y no pudo salir a correr, el tostador quemó el desayuno, el tráfico, con la lluvia, estaba horrible y retrasó al autobús.
Llegó tarde al trabajo y no tenía nada preparado, así que se ganó una reprimenda de su jefe y un castigo en forma de trabajo extra que lo jodió el descanso para comer, la tarde y el regreso.
Cuando llegó a casa, quiso ponerse a leer, pero estaba agotado. Apenas cenó y no vio la televisión.
Tumbado en la cama, esperando al día siguiente, pensó que tenía que haber tenido un Plan B para cada uno de los imprevistos. Ahí estaba el problema.
Así que no durmió, pensando en las posibles variantes del día por venir. A la mañana siguiente estaba tan cansado que el día, largo y sin fin, resultó más desastroso que el anterior.
Concluyó, ya en casa, que cada imprevisto necesita un Plan B, y un Plan C, por si acaso. Y empezó a pensar de nuevo.