Fallecí el 27 de marzo de 2008, hoy hace 17 años. Me dispararon en el pecho. Parece una noticia trágica, pero no lo fue tanto, a la hora de la verdad. Yo también, al principio, pensé que la muerte iba a ser irreversible. Pero no era así.
Desperté unos minutos después. Todavía mis asesinos estaban ahí, junto a mí, rebuscando en mi cartera. Yo intenté incorporarme. Mis movimientos eran lentos, pesados. Lo achaqué, lógicamente, a la bala que se alojaba en mi pecho y a que mi corazón había dejado de latir.
Ellos no se dieron cuenta de mi despertar hasta que ya era demasiado tarde. Cuando me vieron, ya encima de ellos, vi el terror, el auténtico terror, en sus criminales rostros. Todavía me descerrajaron un par de tiros. Los encajé sin dolor, sin pena, como un ligero empujón. Luego, mientras todavía digerían su sorpresa, me los comí.
Nunca se me hubiera pasado por la cabeza. Fue instintivo. Noté un hambre voraz nada más despertar. En cuanto los mordí por primera vez, les abrí las cabezas y sorbí sus sesos. Lo saboreé como un auténtico manjar.
Ahora camino por el mundo en busca de cerebros. No soy muy rápido, avanzo de forma algo torpe, pero, de vez en cuando, alcanzo una presa humana. Todos me observan horrorizados, y eso me encanta. La mayoría, al verme, huye corriendo. No me importa, no tengo prisa. Cada cerebro sorbido es un auténtico tesoro.