Le habían invitado a acompañarlos, y él no había sabido negarse. Luego lo habían introducido en aquel lugar, entre aquellas cuatro paredes, y le habían pedido que esperase.
Desde entonces podían haber pasado unos minutos, o una eternidad, porque el paso de los segundos se le hacía insoportable.
Se preguntó qué podía hacer, pero no encontró ninguna solución, ninguna salida. La luz de un foco, al otro lado de la mesilla, parecía apuntarle directamente a los ojos, cegándolo.
Notó cómo gotas de sudor le recorrían las sienes. Iban a torturarlo, iba a terminar confesando todo lo que le pidieran que confesara, aunque ni siquiera sabía de qué podía acusársele.
En un momento dado, sintió que unos pasos se acercaban:
- ¡No, no! -gritó. - ¡He sido yo! ¡Confieso, confieso! ¡Yo la maté!
Siguió así, entre gritos y llantos, durante un buen rato, confesando todo lo que se le ocurría, aunque no había hecho nada de lo que decía, solo por evitar la tortura.
Gritaba tanto, y lloraba tanto, que le era imposible escuchar las palabras del interrogador que, algo sorprendido, le decía que no sabía de qué le hablaba, que él solo era el dentista, que su madre lo había traído a consulta para que le mirara las caries y, por supuesto, que si no dejaba de gritar no iba a poder mantenerle la boca bien abierta y no iba a poder hacerle la correspondiente revisión de los molares...
jueves, 30 de octubre de 2025