martes, 28 de septiembre de 2021

La confesión más difícil

    - Cuéntamelo todo -le decía, mientras le iba soltando puñetazos en el estómago. – Vamos, desembucha, maldito traidor…

    Él, por toda respuesta, lo miraba embobado, aturdido por el dolor, como una vaca que mira pasar el tren, como si con él no fuera la cosa. Esa actitud enfadaba aún más al otro, que continuaba con la sarta de preguntas, por un lado, y con la de puñetazos, por el otro.

    - ¿Es que no vas a decir nada? ¿En serio? ¿No ves que te conviene hablar rápido y salir de aquí con vida?

    Si el interrogador, no obstante, hubiera detenido por un momento su combinación constante de preguntas, amenazas y hostias, se habría dado cuenta, seguramente, de que el interrogado no sabía nada. Este, por su parte, hubiera querido decirlo claro, abrir la boca y gritar con todas sus fuerzas que no sabía nada, que ni siquiera sabía sobre qué le estaban preguntando, que le habían cogido por la calle, metido en un coche y atado a una silla y que serían todos muy amables si, al menos, le dijeran qué era lo que tenía que confesar.

    Era difícil confesar, sin embargo, cuando no te dejaban hablar, cuando los puñetazos en la boca del estómago te habían dejado sin respiración, cuando pensabas que te ibas a desmayar mientras te bombardean con cuestiones que desconoces y cuando veías que, en el momento en el que tomas por fin aire y piensas que puedes emitir algún sonido, volvían a caer los puñetazos.

    “En las películas confiesan antes”, pensaba el interrogador; “en las películas te dejan confesar”, pensaba el interrogado. Y cada uno de ellos seguía en su papel.