Una vez conocí a un tipo que me contó que hubo una ocasión en la que, por unos instantes, se sintió en paz consigo mismo. No le creí, claro, supuse que más bien se había tratado de un momento de enajenación, de una pérdida temporal de la perspectiva, pero él insistió.
Me
contó que, en efecto, hubo un momento en el que, por las causas que fueran, y
que él no lograba determinar ni reproducir, sintió que todo lo que había hecho
hasta entonces tenía sentido, que su presente era pleno, que le gustaba lo que
hacía, que su conciencia estaba limpia y que se encontraba perfectamente
preparado para recibir lo que el futuro tuviera a bien proponerle.
Ante
mi creciente escepticismo, este tipo continuó contándome cómo, al ser
consciente de la situación, su rostro dibujó una media sonrisa que ahora
identificaba como un signo distintivo. "Esa sonrisa beatífica de quien
está en paz consigo mismo", me dijo.
Luego
intentó que esa sonrisa perdurara para siempre, pero la mera intención se convirtió
en inquietud y esa sonrisa se fue borrando, poco a poco, en cuestión de
segundos. Desde entonces pretendía recuperarla, la buscaba, pero no había
conseguido volver a encontrarla.
Me
dio pena, la verdad, el tipo.