Se trataba de un retrato de juventud, junto a tres amigos, en una salida de fin de semana. Nos fuimos de campamento y senderismo. Regresamos antes de que anocheciera y allí, al pie de una hoguera, mientras hablábamos de cosas banales, alguien nos fotografió.
No recuerdo cómo llegó a mí. Posiblemente se la pasaron a uno de mis amigos, y este hizo copias. El caso es que siempre me pareció inquietante. Todos sonreímos, sí, pero la luz crepuscular y el reflejo de las llamas en nuestros rostros nos dan un aspecto tétrico, en cierto modo.
Imaginen, pues, mi disgusto cuando, a los pocos días de recibirla, vi con asombro que mi figura había desaparecido de la fotografía. Como lo oyen. Allí estaban mis amigos, los tres solos. Lo achaqué a la calidad de la fotografía, o al revelado, o al mero hecho de que la humedad estuviera dañando los colores.
Pero al día siguiente mi imagen había regresado, nítida y clara, adonde siempre había estado.
Desde entonces, aquella fotografía no deja de jugar conmigo. Intenta volverme loco, poniendo a prueba los límites de mi cordura. Unas veces, desaparezco; otras, me muestro nítido; incluso en ocasiones mi figura aparece pero en posiciones diversas, más lejos, o más cerca, o asomando los ojos por un lateral, o tumbado en el suelo.
Creo que mi yo de la fotografía me está mandando un mensaje. Lamentablemente, sigo sin descifrarlo. Y ya han pasado años.