Me gusta verme rodeado de libros, pues me proporcionan la sensación de estar rodeado de todo el conocimiento y la diversión que necesitaría en mil vidas. La fantasía borgiana de la biblioteca de Babel se convierte, en mi caso, en todo un símbolo.
Me gusta verme rodeado de libros y, dicho sea de paso, no me importa verme rodeado de gente que bucea en ellos. La imagen de una biblioteca vacía, una inmensidad solo para mi disfrute, es sugerente, pero desoladora.
Eso sí, odio que perturben el transcurrir de mis pensamientos con voces, susurros, risitas, conversaciones... con nada que no sea el pasar de las páginas y el resonar de los pasos entre los estantes.
En la biblioteca, silencio.
Por eso el otro día estaba desesperado. No dejaba de oír voces a mi espalda. Dos voces, quizá tres, que no dejaban de provocar un murmullo quedo que se me metía en la cabeza y no me dejaba pensar. Traté de centrarme en lo mío, de taparme los oídos, pero no conseguí nada. Las voces seguían, cada vez más atrevidas, en un tono más alto.
Me giré, enfadado, dispuesto a pedir silencio.
Pero allí, a mi espalda, no había nadie.
Quedé en tal estado de confusión, que no supe que hacer. Me volví de nuevo, dispuesto a sumirme en mis pensamientos.
Sin embargo, las voces seguían allí, detrás de mí. Emitidas por nadie, pero constantes, y molestas.
Clamé por un poco de silenció, pero las voces se rieron de mí, y me mandaron callar.