Aquel día llovió con sol. Y no me refiero a que una nube perdida y solitaria descargara durante un tiempo determinado. No. Aquel día no había ni una sola nube. El cielo entero, hasta donde llegaba la vista, era de un azul luminoso, celeste, por supuesto; y el sol brillaba en todo su esplendor.
Y, sin embargo, llovió. Estuvo lloviendo todo el día. Todo el día la lluvia cayó intensa, constante, desde un cielo inverosímil. Parecía como si las gotas se materializaran de repente, procedentes de la nada, o de otra dimensión, y que solo entonces decidieran obedecer la ley de la gravedad y desplazarse hasta el suelo.
Luego me enteré de que esto había ocurrido otras veces en la historia. No muchas, pues el hecho no dejaba de ser referido como algo excepcional e imprevisible. Eso sí, la creencia popular asociaba esta lluvia, surgida de la nada, a presagios funestos.
Me reí, escéptico. La gente siempre asociaba cualquier fenómeno fuera de lo normal a presagios funestos. Me reí en aquel momento, presumiendo de mi mentalidad científica propia del siglo XXI. Me reí durante un tiempo, unos días, unas horas, diría. No más.
Porque, en realidad, aquella lluvia extraña fue el principio de todo lo que vino luego.