Aquel tipo llevaba horas esperando en un banco. Desde mi ventana podía verlo, impaciente al principio, inquieto más tarde. Había pasado ya por la fase de desesperación y, probablemente, se encontraba, desde hacía un buen rato, sumido en la desesperanza.
Lo miré con compasión. ¿Qué le había llevado a dejar pasar tanto tiempo allí, esperando? ¿Qué fuerza le impedía levantarse del banco y abandonar la cita?
Di por sentado que, a estas alturas, el tipo tenía ya claro que nadie iba a acudir. Probablemente no se levantaba porque la consternación, el cansancio, tal vez la sorpresa, le habían nublado el seso.
Me pregunté qué sentido tenía esperar sin esperanza, sabiendo que todo estaba perdido.
Luego me di cuenta de que, en parte, todos lo hacemos. El tipo era una perfecta metáfora del ser humano y de la vida, que fagocita, sin piedad, las esperanzas de cualquiera.
Imagino que me apartaré de la ventana, que saldré a cenar, que volveré, que pasarán los días y las semanas y que allí seguirá el tipo sin esperanza, esperando por esperar. Una metáfora sentada en un banco.