Empecé a preocuparme por el número de salas cuando ya llevaban un buen rato pareciéndome demasiadas. No es que el museo careciera de valor, ni que estuviera mal organizado. Las piezas, de hecho, se distribuían en las distintas salas de tal modo que en cada una de estas podía uno deleitarse en el análisis y la contemplación de, al menos, un par de piezas de gran interés.
El problema era que ya empezaba a sentirme cansado, que las salas no estaban numeradas y que yo no había sido lo suficientemente precavido como para tomar, a la entrada, un plano del edificio.
Juraría que llevaba unas cien salas cuando empecé a contarlas, y llevaba otras cien, estas sí contadas y confirmadas, cuando empecé a notar que, a mi alrededor, el número de visitantes decrecía. Me extrañó, pues tampoco había visto salida alguna ni letrero que la señalara, más allá de continuar la visita hasta un final que parecía no llegar nunca.
Decidí sobreponerme y dedicarme a las piezas expuestas, que seguían manteniendo un altísimo nivel de belleza y calidad.
Cuando comencé a encontrar, tirados en las salas, los cadáveres de visitantes muy anteriores a mí que habían perecido en su intento de completar la visita, comprendí que, en realidad, estaba aguantando el desgaste físico y conservando el interés intelectual más tiempo que otros muchos, antes de mí.
Creo que llegué a contar tres mil salas cuando dejé de ver cadáveres de visitantes. Me sentí, entonces, vencedor de un delirante torneo de resistencia. Ya no importaba llegar a la meta, sino solo perdurar en el esfuerzo.
Redoblé, pues, mi atención en las obras expuestas y en la lectura de las cartelas que las acompañaban.