La inquietud, entonces, me embarga. Empiezo a pensar que es la llamada más importante del mundo, que iba a cambiar mi vida, que el hecho de no haber alcanzado a responder va a desencadenar una serie de consecuencias funestas que serán inevitables, pero que hubieran sido evitables si tan solo hubiera llegado dos segundos antes.
Ahora espero. Espero junto al teléfono a que la llamada se repita. Espero desesperadamente, pero sin resultado.
He de irme. No puede ser que llegue tarde al resto de mi vida por esperar una llamada que no se va a producir. Tengo que conseguir olvidarme de la llamada.
Cuando estoy saliendo, justo después de cerrar con llave la puerta de la vivienda, me parece oír que suena el teléfono. Vuelvo a abrir, la llave se me cae, entro atropelladamente, recorro el pasillo a la carrera y agarro el auricular.
Justo cuando lo cojo, deja de sonar.