Me escondí rápidamente tras unos arbustos. Los había oído como de pasada, a esos seres diminutos, corriendo de un lado para otro, presas de la desesperación, y gritando "que viene la bestia", "que viene la bestia" a cada paso que daban.
Agradecí la bendita casualidad que había hecho que el mensaje llegase a mis oídos, pues así había logrado, yo también, ponerme a salvo.
Asomé la cabeza y oteé a mi alrededor. Todo parecía en calma. Esa calma tensa, presagio de tempestades. Allí afuera, en algún lugar, estaba la bestia, dispuesta a devorar todo lo que se encontrase por delante.
Me la imaginé oculta, atisbando entre la maleza, pacientemente, dispuesta a esperar el momento oportuno para atacar. Una presa despistada, un momento de confianza.
Con toda la precaución del mundo di un par de pasos y me trasladé al arbusto vecino, para tener una mejor perspectiva, rezando para no ser descubierto. Y entonces lo vi. Junto a mí, oculto, uno de esos seres diminutos que habían gritado mientras huían de la bestia. Me miró con ojos suplicantes, palideció visiblemente, y terminó por caer a plomo al suelo, desvanecido. En aquel momento lo entendí.
La bestia era yo.