viernes, 13 de octubre de 2023

Y la orquesta empezó a sonar

    Todos llevaban ya un buen rato sentados, esperando, impacientes.

    Cuando se alzó el telón los murmullos cesaron, reinó el silencio y la expectación creció hasta su máximo nivel. Solo entonces comenzó a sonar la orquesta.

    El publicó, cada vez más, se sentía llevado por unos acordes que lo arrastraban y lo movían como si de una masa uniforme se tratara. La partitura, la interpretación y la dirección de la orquesta jugaban con los sentimientos de los presentes como un Dios caprichoso. Todos pasaron de la alegría a la desesperación, de ahí a la tristeza, a la confianza, a la esperanza, a la decepción, al orgullo o a la satisfacción al ritmo que marcaban los distintos movimientos de la pieza.

    En un momento dado, el teatro empezó a arder. Ardían las cortinas, entraba en el graderío un humo que, lentamente, iba avanzando de fila en fila, sigiloso como un acomodador experto. Hubo un momento en que las llamas amenazaban seriamente con colapsar el edificio, en que el techo parecía en un tris de venirse abajo.

    Pero la orquesta siguió tocando, y nadie en el público se movió. Una, porque provocaba tanto en el espectador, le daba tanta vida, que acabar el concierto sería como acabar con su vida. Y un Dios, por muy caprichoso que sea, no mata a su creación hasta que esta cumple su destino. El otro, el público, porque había sentido tanto escuchando aquella música que había llegado a creer que ella era la vida, más real y más palpable que aquella otra, la del escenario ardiendo, la del exterior, en la que todo era analgesia y apatía.