El último emperador, en sus últimos momentos, vio pasar ante sus ojos su vida, y la de su reino. Y comprendió entonces tantas cosas...
Comprendió que él había heredado un imperio enfermo, infestado hasta los tuétanos por la corrupción, la molicie y la decadencia. Supo que, aunque había hecho lo posible por regenerar la podredumbre, su misión estaba desde su inicio condenada al fracaso.
El nombre del imperio ya no significaba nada, y sus enemigos lo sabían, aunque los ciudadanos seguían celebrando con todo el boato las glorias de un pasado que ya no existía.
Era solo cuestión de tiempo. Ahora lo vio con claridad. Si tan solo hubiera tenido un heredero, si hubiera muerto antes, no pasaría a la historia, al menos, con el deshonor de haber sido el emperador que perdió lo que ya, en realidad, estaba perdido desde mucho antes.
Ahora, con el enemigo a las puertas, la agonía llegaba a su fin.
Ya comenzó a oír los gritos. Primero, en el patio de armas; luego, por los pasillos.
Cuando golpearon la puerta, decidió que había llegado la hora.